Nietzsche sostenía que las creencias en Dios, la Moral y la Metafísica se han revelado inconsistentes; que su origen no se encuentra sino en el hombre, en el hombre débil y sufriente que no puede superar por sí mismo su dolor y busca consuelo en el más allá. Por eso habla de la "muerte de Dios" y propone un nuevo tipo de hombre: el súper-hombre. Paralelamente, advierte sobre el peligro de que nuestro tiempo dé a luz al más bajo de los hombres, al "último hombre", que no vive ya la grandeza alienada del hombre clásico pero tampoco llega a la propia del súper-hombre. El "último hombre" es aquel que se conforma con lo superficial, que no se conmueve ni por la "muerte de Dios". A este tipo de hombre Nietzsche lo considera despreciable. En cambio, en varios pasajes muestra admiración por los santos y los miembros del alto clero de la Iglesia Católica, no por su fe sino por su autoexigencia. Nietzsche fue, indudablemente, una persona de espíritu aristocrático.
"Dios ha muerto", decía Nietzsche. La concepción según la cual el mundo tiene un orden y sentido, ya sea éste inmanente o trascendente, ha sido superada. El hombre ha tomado conciencia de que todo lo que consideraba como sagrado, santo, bello y bueno, no lo era en sí mismo sino porque él lo valoraba así. El hombre se descubre como aquel que valora, aquel que da sentido. La vida tiene el sentido que nosotros le damos y en ello reside la grandeza del hombre. Ya no podemos hablar de un bien y un mal objetivos. Por eso, en Así habló Zaratustra, su obra más famosa, el personaje central es el predicador persa que siete siglos antes de Cristo enseñó que había un Principio del Bien y un Principio del Mal. En la obra, Zaratustra viene a enmendar su error, a decirnos que no hay un bien y un mal en sí mismos. El bien y el mal son lo que nosotros hacemos que sean, pero nosotros estamos "más allá del bien y del mal".
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